-Llevas demasiado equipaje, ya te dije que no íbamos a necesitar mucho más que un poco de ropa- Estíbaliz regañaba de nuevo a su marido.
Una vez más. Él ya había perdido la cuenta de los reproches y las discrepancias sobre ese viaje.
Algo se resquebrajaba entre ellos, no sabían qué, pero algo se partía desde dentro. Perderse el respeto era habitual cuando discutían. Ella era muy temperamental y a él, que era muy tranquilo, no le gustaba discutir y esta situación le perturbaba.
-Así no se puede contigo, tienes tanto miedo a las consecuencias que ni para discutir eres decidido- decía para provocarle.
Ella lo hacía porque sabía dónde estaban sus límites, jugaba con él hasta que los cruzaba y se encendía, porque sabía que después de discutir, habría sexo y, últimamente, esos eran los únicos encuentros de los que disfrutaba. En una ocasión amenazó con salir medio desnuda a la terraza para que todos los vecinos la vieran:
-Un día tenemos que follar en la terraza- había dicho en varias ocasiones para provocarle.
“¿Es que no tenía límites?”
-Aquí les dejo yo- dijo el taxista- , ya no se puede seguir por carretera.
Ahí había un límite, el de la carretera que llevaba al faro. No se podía continuar por el peligro de desprendimiento, que ya había aplastado dos coches en los últimos años antes de que cerraran el camino.
-Tenéis que esperar a Manuel aquí- dijo señalando un pequeño embarcadero a la derecha.
Desde hacía dos años, solo se podía acceder al faro por medio de una embarcación. La antigua casa del farero se había convertido en un hotel de tan solo dos habitaciones para los huéspedes, y era el propio farero el que los recogía en el embarcadero y los llevaba hasta allí. Había una pequeña barca, amarrada pero vacía, sin patrón. Se sentaron a esperar y se miraron. Se hizo el silencio. Allí estaban, en el extremo oeste de una isla portuguesa, intentando solucionar sus problemas matrimoniales. Había sido una sugerencia de sus amigos Cati y Jesús, cuya relación cambió por completo cuando volvieron de la isla del faro, ¿qué tendría ese lugar, que era tan sanador?
El pequeño hotel estaba regentado por una pareja de la que solo conocían sus nombres, Sabrina y Manuel. Se habían puesto en contacto con ellos a través de un email que les había pasado Cati, no tenían página web y lo poco que sabía del faro y su accesibilidad lo había consultado por internet.
Al cabo de un rato, apareció una destartalada furgoneta blanca por el camino que llevaba al embarcadero, de ella se bajó un hombre joven, de aspecto jovial pero descuidado, pelo moreno alborotado tras las orejas, barba de varios días y una media sonrisa que marcaba la distancia entre él y ellos dos.
Manuel hacía las tareas de farero, mientras regentaba el hotel con su mujer. Él mismo les había contestado a los emails ya que, como les había contado en un casi perfecto castellano, Sabrina era italiana y mezclaba de forma muy particular las tres lenguas. Le ayudaron a descargar y cargar la compra en el barco, esta semana habría algo de temporal y no sabía cuándo se podría volver al pueblo.
-Los temporales en el faro son muy fuertes, ya sabéis cómo es el Atlántico cuando se enfada, en el hotel hay una pareja que se marcha mañana, pero después es posible que estemos unos días sin poder salir de allí. No es un problema para vosotros, ¿no? Yo creo que ya lo habíamos hablado.
Límites. Otra vez los límites. Álvaro empezó a sudar y miró a Estíbaliz que evitó su mirada. No, él no sabía nada de eso. Ella debió haber borrado el email o simplemente olvidó mencionárselo. Estíbaliz notó su incomodidad así que le cogió la mano y le dio un beso.
Sabrina los recibió con un caluroso abrazo y un saludo en un correcto castellano. La mesa estaba ya puesta y los otros huéspedes estaban ya sentados en la mesa, así que apenas dejaron sus cosas en la habitación, se fueron a la cocina para comer y conocer a los otros comensales. El hotel era pequeño pero acogedor. La estancia principal era una coqueta cocina donde había una gran mesa de madera y una chimenea, después había una sala de lectura y finalmente un pasillo donde se encontraban las habitaciones. Manuel descargó el barco solo, no tardando mucho, y lo dejó amarrado en un pequeño muelle y subió hasta la casa, para sentarse en la mesa mientras Sabrina servía el puchero de pescado que había preparado. Cubría su vestido con un gran delantal de color azul y verde, el vestido florido que llevaba puesto le llegaba a las rodillas y de no ser porque estaba entallado a la cintura, podía pasar por una clásica bata de señora. Tenía los pechos grandes y apretados en el gran escote de la bata-vestido, una larga melena negra y rasgados ojos oscuros. A Estíbaliz le recordaba a una de esas actrices de las películas eróticas italianas que veía a escondidas cuando era adolescente. Era atemporal. Era muy atractiva. Era deseable.
Esa noche apenas pegaron ojo, pero tampoco se tocaron. Escucharon gemidos pero no parecían provenir del otro lado de la pared, sino mas bien del final del pasillo.
¿Cómo le habría ido a la pareja que se marchaba mañana? No habían hablado mucho con ellos, porque ciertamente se habían aislado un poco nada más llegar, habían ido a dar un paseo por las cercanías del faro y luego ella se fue a leer y no supo qué había estado haciendo Álvaro. Al día siguiente Estíbaliz quiso acompañar a Manuel a llevar a la pareja. Navegar tenía un efecto relajante en ella, parecido a la meditación y pensó que quizá tendría la oportunidad de averiguar qué era lo que había hecho que sus amigos volvieran tan contentos de la isla porque todavía no tenía ni una mínima idea de qué podía haberlo causado. “Sería tanta paz y la buena comida”.
Manuel se despidió de la pareja amablemente y al volver al barco preguntó a Estíbaliz si quería ver la playa más bonita de la isla. Fondeó cerca de la orilla y la ayudó a bajar. Dieron un paseo por la playa y charlaron. Él parecía estar ausente, como si tuviera la cabeza en otro lugar pero era divertido y eso a ella le gustó, además estaba empezando a resultarle atractivo. La playa estaba al pie de un barranco que la protegía del incesante viento atlántico que azotaba diariamente el paraje. La arena era de un dorado oscuro, los pies se hundían en ella como si la misma playa no quisiera que te marcharas una vez que estabas en ella. Manuel no se lo pensó dos veces, se quitó toda la ropa y se metió en el agua.
-¿No te bañas?-preguntó.
Dudó un momento, pero se quitó la ropa y la enganchó cuidadosamente en las ramas de un árbol. No era pudorosa, pero se sintió cohibida por la espontaneidad de Manuel. Realmente estaba deseando meterse en el agua porque estaba sofocada por el calor y la excitación. Manuel se acercó a ella y empezó a jugar echándole agua por encima. Se acercó mucho, y ella ya había decidido que si él intentaba besarla, se dejaría llevar. Notaba su flujo al caminar, los muslos resbalaban entre sí a pesar del agua salada. Manuel, que no paraba de reír, se acercó un poco más, la tocó en el hombro y salió del agua caminando decidido hacia unas rocas para secarse. Era como un niño juguetón.
“¿Entonces no le gusto?”.
Él la observaba desde la roca, tumbado y apoyado sobre las palmas de las manos. Era delgado y tenía el pecho cubierto de una escasa mata de pelo negro. Desde donde estaba no apreciaba a ver si estaba empalmado o no. Deseaba que lo estuviera, y que la hubiera tocado. Pensó en salir del agua e ir directa hacia él, pero se contuvo, ¿la había rechazado? No exactamente. Estaba tan excitada que tampoco quería salir así del agua, con esa tensión en su sexo. Se dio media vuelta y empezó a tocarse, los dedos se escurrían por encima del clítoris, doblemente empapado. Frotó con energía, no quería quedarse a medias, estrujaba sus manos contra el coño húmedo, lo hizo varias veces hasta sentir el alivio del orgasmo bajando por sus piernas. Todavía jadeando, miró hacia la orilla. Se había evadido completamente y no había reparado en que Manuel estaba masturbándose al mismo tiempo, cuando terminó, se acercó hacia el agua para limpiarse y recogió las ropas de Estíbaliz de las ramas del árbol donde colgaban y la llamó:
-Vamos a volver, que nos estarán esperando para comer.
Ella subió desnuda a la embarcación, se cubrió los pechos no por pudor sino por frío. Se puso el vestido con el cuerpo todavía mojado y aunque se secaron ambos por el camino de vuelta mientras navegaban, los pezones de Estíbaliz no dejaron de señalar el camino al faro.
Cuando volvieron, encontraron la comida hecha y la mesa puesta. Un apetitoso arroz caldoso con marisco estaba esperando humeante sobre la mesa. Parecía que Álvaro y Sabrina habían conectado bien, charlaban como si se conocieran de toda la vida y él parecía muy relajado a su lado. Bien, si él estaba de buen humor pasarían mejor los días. Lo que ella no sabía era que preparar la comida les había llevado solo un rato, mientras el caldo hervía dentro del puchero de barro, habían follado por todos los rincones de la cocina. Primero ella se había acercado y provocado su erección, ésta creció al poner la mano en su entrepierna, después no tardó en bajarle los pantalones y chupársela. Sucedió tan deprisa que se olvidó de los límites, Álvaro se sentía inmóvil, sin capacidad para reaccionar. El placer era diferente, era inmenso, estaba tan excitado que sentía que se iba a correr de inmediato. Agarró a Sabrina por la cabeza y tiró de la coleta hacia arriba, desabrochó los botones de su camisa para hundir la cara entre los pechos, remangó su falda con las dos manos, metió la mano dentro de las bragas y empezó a tocarla. Estaba muy húmeda. La sentó sobre la encimera y apartó las bragas para saborear su chorreante sexo. Metió el dedo a la vez que chupaba y apartó la prenda un poco más. La cogió en brazos y la tendió sobre la mesa, acarició su cuerpo con la ropa entera puesta pero desabrochada, señal de la prisa, de las ganas, del sexo urgente. Chupó hasta sus pies y por alguna extraña razón que no comprendía ella se excitó más. Lo empujó con el pie que tenía libre hasta que consiguió que se sentara en la silla donde ahora estaba Estíbaliz. Ahí estaba, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, la camiseta puesta y la polla tiesa esperando a que Sabrina se sentara encima. Lo cabalgó de forma ruda, no se apoyó en sus hombros, no le besó, solo se agarró al respaldo de la silla y dejó que sus caderas hicieran el resto. Pero ella hacía algo más, sentía como si muchas manos a la vez le estrujaran el miembro. Sabrina se corrió y después se apoyó sobre la mesa para que él la penetrara desde atrás. Cuando él estuvo apunto, ella le dejó terminar en su boca. Después abrieron una botella de vino.
Esa noche volvieron a dormir mal. Hubo sexo previo, pero Estíbaliz se sentía como siempre, Álvaro estaba distinto, podía sentirlo, le notó más relajado. Dejó que durmiera profundamente y cuando ya no pudo más salió a la calle, estaba en bragas y camiseta, pero no hacía frío, pensó además que la brisa le vendría muy bien. Se sentó en la escalinata que subía a las entrañas del faro a esperar el amanecer y lo que se encontró fue a Manuel bajando las escaleras. Se paró y se sentó a su lado.
-Está apunto de apagarse la linterna, pero puedes subir conmigo y te la enseño.
-¿El qué?
-La linterna, la linterna del faro, ¿en qué estabas pensando?
-“La verdad, en que me enseñaras otra cosa…”- En nada, estaba despistada.
-Anda sube.
La cogió de la mano y tiró de ella escaleras arriba. El amanecer sí que se veía bonito desde allí, por un momento notó como si Manuel apretara su mano un poco más para provocar su atención. La segunda vez que lo hizo le miró y sí, él la estaba mirando también. Estíbaliz sostuvo la mirada, intimidaba, apenas parpadeaba, pero no tuvo mucho tiempo de pensar porque Manuel la besó, primero cauteloso para después meter su lengua y humedecer el beso. Pronto bajó al cuello, a los pechos y a la cintura. Cuando Estíbaliz se quiso dar cuenta tenía las bragas en los tobillos y la boca de Manuel entre las piernas, su lengua se movía deprisa, pero la alternaba con movimientos de succión que hacían que se le cortara la respiración. Cómo la chupaba, cómo la comía, tenía la cara impregnada por sus jugos, estaba empapado de ella, gemía y gozaba, y cuando creyó estar apunto de correrse, sintió un dedo dentro del culo, moviéndose, trazando círculos mientras que los cuatro que quedaban fuera acariciaban la entrada. Él succionó todavía más fuerte e hizo que se tambaleara al correrse de tal manera que tuvo que agarrarse a su cabeza para no perder el equilibrio.
Se puso de pie, subió sus bragas y la besó.
-Vamos abajo.
Ella no dijo nada, solo intentaba mantener el equilibrio pegaba a la pared porque la estrecha escalera de caracol parecía hacerse cada vez más pequeña. Le siguió hasta el final de la escalera donde él tomó el camino hacia el mar para darse un baño y ella dio media vuelta para meterse en la casa de nuevo.
-¿Estás bien?-le preguntó Sabrina.
-Sí, es que he dormido un poco mal y salí a tomar el aire.
Charlaron bastante con la pareja durante estos días, era fácil percibir entre ellos una gran complicidad, no necesitaban hablar mucho para entenderse, ¿cómo podrían mantenerlo, viviendo donde vivían?
Una tarde, después de comer, Estíbaliz y Álvaro se quedaron recogiendo mientras Manuel y Sabrina se fueron a dormir la siesta. Llevaban días sin discutir y se encontraban bien, habían perdido la cuenta de los días que llevaban allí y eso era bueno. Se abrazaron y empezaron a besarse, Álvaro la agarró fuerte del culo y la tendió sobre la mesa pegando sus caderas y aprisionándola contra la madera.
-Vamos a la habitación, anda.
El camino se hizo eterno, besándose por el pasillo, tocándose y quitándose la ropa al mismo tiempo. Al pasar frente a la habitación de Sabrina y Manuel, vieron que la puerta estaba abierta y se quedaron mirando, ambos estaban muy excitados. Él estaba sobre ella, dentro de ella, que lo envolvía con sus piernas, gemían a la vez, respiraban a la vez, pero pararon y se quedaron mirando hacia la puerta cuando se percataron de que había cuatro ojos pendientes de su juego. Sin despegarse, se incorporaron un poco, se miraron y dijeron casi a la vez:
-¿Queréis uniros?
Deja una respuesta