Hay personas para las que parece que el tiempo se ha detenido en algún punto, yo conozco a dos y una de ellas está ahí parada, apoyada en la pared y mirando al mar, como esperando a que arribe el barco que le traerá de vuelta algo perdido. Ese es Yerai, lleva así diez años. Cuando termina su trabajo en la cofradía siempre cumple con ese pequeño ritual. Puede parecer una escena de amor con el mar; el hombre que no puede separarse de él, que necesita sentir la brisa cortante en la cara y notar su salado gusto al respirar. Yo le observo desde la ventana de mi taller, ya que hace años que no me acerco a esa playa, a ninguna playa. Trago saliva y dejo deshacerse el nudo que me provoca pensar en ello.
Cuando acabé el colegio empecé a trabajar con él en la cofradía, me gustaba la pesca y no tenía interés por irme fuera de la isla. Mi hermana Lola venía a buscarme muchas mañanas cuando terminábamos y nos íbamos a nadar juntos. No he visto a nadie nadar como ella, ni sumergirse como ella lo hacía. Eran buenos tiempos. La playa era nuestro refugio, nuestra casa. Mi mundo acababa unas millas más allá, donde todo era azul. Ahora mi mundo es un poco más pequeño y el agua ya no forma parte de él. A veces nos llevábamos una botella de vino y nos la bebíamos, a veces Yerai nos acompañaba. Me gustaba su compañía, para mí era como un hermano mayor.
Ahora le veo desde la ventana, permanece de pie, con la espalda pegada la pared de piedra. Queda algo lejos de mi particular mirador y el sol da reflejo en su cara pero puedo adivinar la expresión de sus ojos. Son tristes, aunque cuando hay olas su mirada cambia, permanece triste pero desafiante.
Mi hermana iba todos los días a nadar y a sacar langostas, por aquel entonces trabajaba en el pequeño restaurante de la familia. Yo sabía que ella tenía un lugar especial, secreto, que sí compartía conmigo, una pequeña cala a la que se podía acceder caminando cuando bajaba la marea. Tenía un montón de pequeños recovecos donde reposaba esa fina arena negra que rodea nuestra remota isla. A veces se sumergía durante varios minutos y yo me la imaginaba con una preciosa cola de pez; una anastomosis imposible que solo podía ser real en mi imaginación. Me gustaba verla salir del agua, la sirena se volvía terrenal, con sus dos piernas hundiéndose en la arena.
Fue en uno de esos recovecos donde la vi por primera vez follando con Yerai. Para mí fue violento, estaba acostumbrado a verla desnuda pero nunca la había visto de esa manera. Las miradas de entendimiento que intercambiaban habían pasado desapercibidas por completo para mí, no las entendía. Ahora sí sé lo que significaban. Recuerdo como instintivamente mi mano se fue hacia los pantalones, mi polla empezó a endurecerse como cuando ojeaba aquella revista que tenía escondida en el fondo del armario, o como cuando me tocaba por las noches pensando en alguna chica que me gustara. Nunca había follado con ninguna ni me imaginaba que pudiera ser algo así. Yerai y Elena se movían sobre la arena igual que bajo el agua, nadaban entrelazando sus piernas. Cuando yo me imaginaba penetrando a una mujer, me veía tendido sobre ella, entrando y saliendo una y otra vez hasta correrme, pensando que así disfrutaríamos los dos. Viendo cómo tocaba Yerai a mi hermana, cómo movía los dedos dentro y fuera de su coño me hizo pensar que yo no tenía ni idea de cómo tocar a una mujer. Me fascinaba su lenguaje corporal, pero también la expresividad de sus caras.
En el pueblo no conocían su historia, quizá el día del accidente y lo que ocurrió después les pudo hacer imaginar, pero yo, que espiaba con frecuencia sus encuentros sabía que aquel recoveco era su refugio, protegía su secreto. Empecé a escribir sobre ello; escribía cosas que aún no había experimentado, sentía que no me hacía falta. Su manera de practicar sexo era mi lenguaje, la playa era mi cuaderno y ellos la tinta de mi pluma. A veces, en la soledad de mi habitación, imaginaba escenas que luego plasmaba sobre el papel cuando me sentaba sobre las rocas y me ponía a escribir.
Una tarde de las que pasábamos juntos en la playa, estando los tres solos, yo estaba escribiendo en el cuaderno mientras ellos nadaban. Tenerlos cerca y estar en esa playa impulsaba mi creatividad. Recuerdo querer desaparecer, hacerme invisible para que ellos comenzaran a practicar ese lenguaje tan particular y yo poder ponerme a escribir sobre ello, allí mismo, observándoles. Me excitaba mucho pensarlo.
Lo que ocurrió nunca lo hubiera imaginado, una ola estrelló a mi hermana contra las rocas y dejó de mover las piernas. El mar tampoco la pudo salvar, tuvimos que esperar horas a que el helicóptero la llevara a un hospital donde pudieran hacer algo por ella. Tampoco ha vuelto a la playa, ahora la mira desde la ventana, sentada en su silla.

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