Stella W. (versión 2)

STELLA W. 

Eric aún despertaba pensando en sus ataduras, tenía todavía las marcas de los cabos, pero ya no sentía la aspereza de la cuerda magullándole la piel constantemente. Hacía días que lo habían liberado y lo dejaban campar a sus anchas por la cubierta, pero seguía siendo un prisionero. Habían asaltado su barco y robado todo el cargamento: las especias, las telas y los víveres. Nadie había sobrevivido, nadie excepto él. Habían luchado hasta la extenuación, y él, formado en el arte de la esgrima desde que era un crío, tuvo que rendirse ante Stella W., alguien a quien creía una leyenda.  Había oído hablar sobre ella y su decrépito barco tripulado solo por mujeres, pero hasta ahora no los había visto. Nunca se había sentido atemorizado por la idea de ser asaltado por mujeres pirata y recordaba cómo su tripulación reía a carcajadas sólo con mencionarlo. Mientras, él guardaba silencio al recordar que muchos barcos habían aparecido a la deriva y completamente asolados. Ahora su tripulación también había desaparecido. 

Había perdido cargamentos con los que comerciar y hombres en la batalla, pero nunca había perdido su honor. Incluso quedándose sin su barco, lo que más le dolía era que ella le había perdonado la vida. Pudiendo haberlo atravesado con la espada, le había mirado a los ojos mientras la envainaba. Él no había sido capaz ni de intentar golpearla, su cuerpo se había quedado inerte, totalmente paralizado. No encontraba una explicación para la sensación de sumisión que sintió casi desde el primer momento.  Se sentía humillado. Había luchado contra él como una fiera, utilizando sólo la mano derecha, la de la espada. La izquierda estaba enguantada. Si la leyenda era cierta, debajo de ese guante había un garfio de acero. 

No hablaba con las chicas, procuraba pasar desapercibido, sólo se limitaba a darle las gracias a Ellen cuando le traía algo para comer. La comida era sabrosa, mucho más que la que saboreaba en su barco, pero no era capaz de apreciarlo. Tenía tal nudo en la garganta que todo le sabía a la madera del plato. Si cerraba los ojos era capaz de percibir el aroma del azafrán que le había sido robado. Era uno de los olores peculiares de su bodega, y le hizo sentirse como en casa. Le produjo una sensación agradable pero efímera, ya que había perdido el barco que era su hogar. Para sentirse bien, caminaba hasta la proa y aspiraba el olor salado y húmedo del mar, ese manotazo de océano que le golpeaba la cara con cada pantocazo de la nave contra las olas. Por las noches dormía acurrucado en una maraña de velas viejas y rotas, envuelto en ese olor que le recordaba cada día que seguía vivo. 

No sabía cuánto duraría la travesía ni hacia donde se dirigían. Suponía que navegaban hacia algún puerto clandestino donde comerciar con la mercancía robada. Tampoco se había planteado qué harían con él. Las ampollas de las manos estaban ya casi curadas gracias al vinagre y los vendajes que le proporcionaba Ellen cada mañana. Supuso que era la cocinera, por el olor a fogón y a pescado crudo que desprendía. Estaba tuerta y tenía unas manos ásperas y grandes, pero tenía una sonrisa bonita llena de dientes color mantequilla. Se sentía tranquilo cuando ella se acercaba. 

Stella le inquietaba. Siempre la veía en la distancia. Solía estar al timón o caminando por la cubierta, pero no se acercaba mucho donde él estaba. Por las mañanas, cuando despertaba y la erección de su miembro era lo primero que le hacía tener conciencia de sí mismo, incluso antes que la quemazón que tenía en las palmas de las manos cicatrizantes, solía verla en la cofa, mirando hacia el horizonte. A veces la sorprendía mirándole fijamente. Le sostenía la mirada igual que el día que le perdonó la vida, su erección se intensificaba y notaba su miembro erguido y tieso como el palo mayor de aquel barco sobre el que ella estaba posada, y entonces deseaba que ella también se deslizara a través de su mástil. Metía la mano dentro de sus pantalones, ansioso por tocarse, desesperado, pero las manos le ardían y el dolor hacía que el deseo que sentía fuera una tortura para él. De nuevo el cañón había perdido la mecha aun estando cargado de pólvora. 

Una mañana Ellen no le trajo vendas ni vinagre, sólo las gachas del desayuno. Sus manos estaban curadas. Se acercó entonces Stella al rincón de las velas viejas, donde él descansaba. No habían vuelto a estar tan cerca desde el día en que sólo les separaba la longitud de la espada. Estaba nervioso, sentía deseo y rabia al mismo tiempo. No le parecía bonita, y probablemente estuviera tullida. Estaba sugestionado por esa imagen que había creado en su cabeza, aunque en realidad no sabía casi nada de ella. De lo que sí tenía la certeza era que esa ágil joven capitaneaba una jauría de lobas de mar, era tremenda en la lucha, templada y valiente y además lo había humillado perdonándole la vida. 

-Esta noche dormirás en mi camarote.

Tenía la voz ronca como las cuerdas de un arpa. Quería abofetearla, pero también ser abofeteado por ella.

Agradeció el baño al que fue invitado, agua y jabón para limpiar la mugre que ya lo cubría y hacía que su ropa se pegara a él como una segunda capa de piel. Le dieron prendas limpias y le hicieron pasar al camarote.

-Siéntate encima de la cama-. Dijo ella. Él obedeció. 

Estaba sentada ojeando mapas extendidos sobre la mesa.  Él se sentía ignorado, pero no se vio capaz de mediar palabra. Estaba excitado. No se atrevía a mirar directamente, aunque se sentía observado y sabía que de vez en cuando ella lo miraba por rabillo del ojo. El crujido de la madera le advirtió que ella se levantaba, mantuvo la cabeza gacha hasta que el olor que emanaba delató una presencia muy cercana. Levantó lentamente la cabeza y advirtió que Stella le miraba compasivamente. Entonces sí la vio preciosa.  Sintió el mástil erguido y la vela desplegada. El sudor le caía por un lateral de la frente, pero mostrarse vulnerable frente a ella ya no le resultaba incómodo. La escasa cantidad de tela basta que lo cubría mostraba sin problema el bulto de su entrepierna. Ella no tardó en advertirlo y tras buscar su mirada de nuevo dio un paso al frente. Eric la miraba como un gato acorralado.

Le puso la mano sobre el hombro y le acarició el cuello hasta alcanzar el lóbulo de la oreja. Pretendía calmarlo. Le separó las piernas con la rodilla hasta posarla sobre el bulto de sus pantalones. Eric jadeaba. Le besó en los labios y dio entonces un paso atrás. Se desató los cordones del corsé y se quitó toda la ropa, quedando frente a él completamente desnuda. Entonces vio el garfio. Era verdad. Brillante y de punta amenazadora, amarrado con cuero al muñón de su muñeca izquierda. Se había despojado de todo, solo quedaba el pañuelo negro con el que cubría la trenzada melena negra azabache. Los pequeños pechos apuntaban directamente a los ojos de Eric que sentía ya ganas de devorarlos. Ella se sentó a horcajadas sobre él y rodeó su nuca con firmeza. Olía a limón. Hundió la cara entre sus cabellos para aspirar el olor de aquella mujer que se restregaba contra su miembro. Se besaron, se saborearon mutuamente mientras ella iba quitándole la ropa poco a poco. Le tumbó sobre la cama y recorrió con el garfio el duro miembro de Eric que se estremeció con el tacto frío del metal. Lo fue alternando con el calor de su boca, lo chupaba y succionaba y lo envolvía entero con la lengua para después acariciarlo con su apéndice de acero. Eric temblaba, de placer y de miedo. 

Entonces ella se quitó el pañuelo y sujetó las muñecas de Eric al pasador metálico que cerraba el ojo de buey que había sobre el cabecero. Agarró el miembro con la mano derecha y descendió sobre él con la misma facilidad con la que bajaba de lo alto del mástil por las mañanas. Igual que en la fantasía de Eric. Lo montó despacio, era consciente de la rabia que él sentía a pesar de estar disfrutando, se contraía alrededor de él, subía y bajaba lentamente como si quiera sentir con sus pliegues cada centímetro de su miembro. Ella empezó a jadear y a moverse más deprisa, las dunas de carne que daban forma a su redonda cintura se plegaban con cada movimiento. Le hubiera gustado acariciarlas. Cuando Stella se inclinó sobre él para que pudiera alcanzar a lamer los pezones un gruñido ahogado escapó de su garganta.  Él respiraba deprisa, suplicante, lamentando haberse corrido tan pronto.

Salió de él, pero siguió quedándose encima, se agarró al borde del ojo de buey y se sentó sobre su cara ofreciendo el hinchado sexo a un indefenso Eric. Se sintió maravillado por esas dos piezas de carne rosa oscuro que asomaban del espeso vello. Se movían como las alas de una mariposa. 

-Cómeme-. Dijo ella.

Él vaciló. Veía su propio semen escurrirse entre aquellas protuberancias y se dio cuenta de que no tardaría en caer sobre su cara. Estaba empapado en sudor. Cerró los ojos apretando los párpados, y alargó la lengua hasta rozar con la punta los primeros rizos, ahora lacios por la humedad. Retrocedió durante unos segundos en los que sólo se escucharon los sonidos de sus respiraciones y el crujido de las cuadernas del barco. En la segunda intentona no dudó, esta vez acercó la cara entera y lamió con la lengua de pleno la mezcla de fluidos que manaban de aquella fuente de carne.   

Succionó sus labios, despacio, y empezó a lamerla. Disfrutaba besando, así que supuso que haría buen trabajo allí con la lengua. Ella era deliciosa, y se refregaba contra su cara mientras él recorría su sexo y lo llenaba de saliva. Lo que más le gustó fue el sabor. Era la primera vez que lo probaba y había algo que le resultaba familiar. Cuando lo saboreó le supo a mar, como cuando veía el horizonte desde la proa del barco y las olas le salpicaban la cara. Se sintió bien, se sintió de nuevo como en casa. Stella acercó el garfio al cuello de Eric y lo acarició, él no sabía el por qué de esa actitud hacia él y tenía miedo de que en cualquier momento le rajara. Cerró los ojos pensando ya en lo peor cuando ella se detuvo rozándole la yugular, los abrió al ver que ella no se movía y descubrió que lo estaba mirando fijamente.

-¿Habías pensado que iba a matarte?

Él respondió con su silencio.

-No. Había pensado venderte en el siguiente puerto junto con tu mercancía, pero me has complacido bien y quería proponerte que navegaras con nosotras. 

Él asentía mientras Stella lamía los jugos que había derramado en su cara.

Stella liberó sus manos y se dio la vuelta ofreciéndole la panorámica de su gran trasero, quedando de nuevo a una lengua de distancia. Se llevó entonces el miembro de Eric a la boca otra vez, lamiendo los restos de semen y haciendo que poco a poco recuperara la firmeza. 

Alguien dio tres golpes en la puerta del camarote. 

-Tenemos compañía. 

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